sábado, julio 22, 2006

EL ENTRENAMIENTO

La antigüedad que nos antecedía empezó a saltar. El tipo que los había entrenado se tomó como dos horas de descanso al quinto día y después de eso, nuestra Antigüedad fue colocada bajo la tutela de el Ingles, el Sargento Primero Instructor que nos iniciaría en los principios y secretos del Entrenamiento Básico de Paracaidista, durante todo este tiempo, él se encargaría de que esto fuese lo único que existiera para nosotros, él iba a hacer que nos acordáramos que no existía nada más importante en la vida. El iba a hacer que supiéramos que siempre puede haber alguien ligeramente sádico que te puede enseñar que el mundo es duro. Unos días antes, al crearse las vacantes necesarias después de que se habían graduado los nuevos paracaidistas, se me había incorporado definitivamente a la Tercera Compañía, la Compañía Escuela, tontamente había imaginado que al llegar ahí medio descansaría, uno de esos tantos sueños nunca logrados.

Era lunes. Ese día formamos debidamente uniformados para la lista de la mañana como de costumbre, después de desayunar, subimos al cuadro aun encuadrados con la Tercera para que se dieran las novedades y que los oficiales al mando de las unidades recibieran las instrucciones debidas para las labores del día, después de eso, las empezaron a desfilar rumbo a sus actividades habituales, pero a nosotros se nos ordenó que quedáramos en nuestro lugar y llegó el tipo, cruzó unas palabras rápidas con el sargento que hasta ese momento había estado al frente, y éste sin más se alejó. De inmediato el Ingles tomó el mando, así, sin más palabras de por medio, solo ordenó:

-¡Jóvenes! ¡Tienen cinco minutos para estar nuevamente aquí, formados, sin camisola, sin camiseta, con casco de acero y los bolsillos totalmente vacíos!

De inmediato se rompió la formación y bajamos corriendo hacia la barraca a cumplir la orden, con algarabía. Abrí el gabinete metálico, me quite la camisa y la camiseta apresuradamente, hice una sola bola con las dos prendas y la metí prontamente en el primer hueco que encontré, saque los cascos, con un cordón me colgué la llave del candado al cuello, igual que mis compañeros, vacié los bolsillos, cerré y regrese nuevamente corriendo, junto con todos los demás.

El sargento no se había movido de su sitio, seguía ahí, pero ya sin la gorra puesta y sin la corbata al cuello, con el ultimo botón de la camisola suelto, esperándonos, solo, erguido, serio y seco, con las manos tomadas atrás de la espalda. Fuimos ocupando nuestros lugares, algunos aun abrochándose la barbillera y el barboquejo de los cascos, el Ingles solo nos contemplaba en silencio con unos ojos fríos e inexpresivos.

Sin mediar todavía ninguna orden previa, empezó a caminar frente a nosotros, dio dos o tres vueltas delante de la fila, observándonos como sin mirarnos, y sin soltarse aun las manos de la espalda, de pronto se detuvo enfrente casi al centro de la formación e inició el primer sermón.
-¡Señores! (¡habíamos dejado de ser jóvenes!).

-A partir de hoy, iniciamos el entrenamiento básico de paracaidista. Desde este momento ustedes solo harán los servicios de vigilancia en su barraca, ningún otro servicio les será asignado durante todo el tiempo que dure el entrenamiento. Para todo lo demás dependen de mi, harán solo lo que yo diga y ordene, obedeciendo de inmediato mi voz o mi silbato, solo les recuerdo que ustedes forman parte de una antigüedad de paracaidistas, todo lo que haga uno, afectará a los demás, si uno falla, todos fallan, si uno come, todos comen, si uno es castigado, todos son castigados, si uno caga, todos cagan. A partir de este momento se les suspenden las ordenes de arresto, salvo que la falla sea muy grande o muy grave, si es ese el caso, también serán excluidos automáticamente de la antigüedad, por lo demás los castigos serán cubiertos con carreras, lagartijas, abdominales y saltos en escuadra. ¿Comprendido?

La formación no se movía, todos escuchábamos en silencio, habíamos sentido de inmediato el cambio de mando, hasta ese día, se nos habían consentido muchas cosas, a partir de este momento todo parecía indicar que se nos acababa la fiesta. Hasta la formación había cambiado, es bueno insistirlo, ninguno se movía.

Mientras hablaba, porque además no gritaba, solo hablaba, observé que el Sargento Primero se encontraba impecablemente vestido, el uniforme se veía recién planchado con las líneas bien marcadas notándose la ausencia de almidón en la tela, las botas terriblemente limpias, con las suelas pintadas de negro contrastando con el café del resto de la piel, la escudería del cuello, brillante y reluciente, solo las tres cintas plantadas sobre sus hombros y que eran las que indicaban su grado, se veían ligeramente grisáceas, estaban levemente desteñidas por el sol, lo demás estaba todo en su lugar, no traía ni Alas ni gafetes, solo un cordón verde olivo sostenido de la hombrera derecha del cual pendía un silbato metálico plateado. Nada más, era la austeridad completa.

Este Sargento Primero, era una de las leyendas vivas de la Unidad. Por los comentarios que se hacían entre las tropas que adiestraba, se sabía que había llegado del estado de Michoacán, allá sus estudios habían sido de seminarista, en algún momento abandonó el seminario por quien sabe que personales razones y había llegado aquí, cambiando el habito por el uniforme. Al Batallón había llegado como todos, saltó, ascendió a cabo y en algún momento se fue a Puebla para formarse como sargento segundo en la Escuela Militar de Clases y la tercera cinta la había obtenido por un hecho muy significativo.

Al terminar la preparación con una de las últimas antigüedades que le había tocado dirigir hacia poco, se le nombró maestro de salto para uno de ellos. El día que le tocó lanzar hacían prácticas de vuelo en la Base un par de aviones caza. Al encontrarse en el aire la nave en la cual viajaba con su grupo, fue impactada por uno de esos aviones, en ese momento el C-47 pierde parte de un ala y el otro avión cae verticalmente. El sargento segundo con toda su sangre fría y sin esperar más, toma decisiones friamente, en tanto la nave perdía altura rápidamente, sin pensarlo siquiera levanta al grupo, en el cual va de líder el teniente coronel medico y sin hacer otro tipo de aspavientos los engancha y los manda a la puerta, mientras el avión seguía descendiendo y al mismo tiempo cambiando de dirección buscando la pista, mientras él hacía que salieran los veinte hombres apresuradamente, sin perder uno solo. El último saldría como a setenta y cinco metros del piso. Este movimiento apresurado de desalojo propició que se aligerara el avión y que alcanzara a aterrizar casi sin contratiempos. Al poco tiempo y en reconocimiento a su valor por lo hecho, ascendió al grado inmediato, siendo reconocido por el mismo Presidente de la República.

El apodo de “El Ingles” se lo había acomodado la raza por el color doradón de la piel, el pelo medio claro (el poco que le quedaba después de pasar por el peluquero) y los ojos también claros, además de que siempre el uniforme que usaba estaba impecable (¡imagínate: el maldito se cambiaba dos veces al día!), y aun sin ser muy alto, pues apenas levantaría el 1.70, siempre era notoria su presencia.

Sí, el Ingles había tomado el mando sin más trámite. Empezamos con lo clásico: Corriendo. Salimos de la glorieta, medio la rodeamos y empezamos a bajar por la calzada principal del Campo Militar. Aun no habíamos recorrido un kilómetro, cuando de la formación salió de pronto el primero de los muchachos, se fue a la orilla del asfalto y se dobló, apretándose el vientre, entonces empezó a volver el estomago, ¡arrojando todo el desayuno el indecente desperdiciado! No fue el único, tras de el salieron otros más en la misma situación. Era evidente que la imprevista carrera después de los alimentos estaba haciendo sus estragos, todavía no estábamos preparados para esto. Pasaría casi una semana para que nos acostumbráramos a eso y a algunas otras cosillas parecidas. El sargento hizo que la formación acortara un poco el paso, esperando que se incorporaran nuevamente los que se habían quedado a la zaga.

Desde que nos dimos de alta se nos había ido dando alguna preparación física, se esperaba que cuando entráramos de lleno al entrenamiento básico de paracaidista, nuestra condición física y nuestra disciplina militar debían haber mejorado bastante, pero parecía que definitivamente no era así. Esa primera noche sabríamos lo que era estar adolorido y con todos los músculos deshechos.

Regresamos tomando rumbo a la pista de entrenamiento, íbamos ahora por una vereda cruzando terrenos medio boscosos, bajando y subiendo por una barranca, hasta que entramos finalmente en una explanada de piso de tierra amarillenta y apisonada por quien sabe cuantos pares de botas, dominada por una torre situada en una de las esquinas y unas gradas colocadas en uno de los costados, alrededor del cuadro se encontraban alineadas las instalaciones que servirían para entrenarnos. Ese iba a ser nuestro terreno durante las siguientes semanas.

El paso veloz, la carrera, se convertiría en una las partes más importantes en nuestras vidas. Corríamos desde el inicio del día, y a veces también por la noche, antes y después de cada ejercicio o movimiento realizado, corríamos para salir o regresar al cuartel, corríamos para ir al baño, corríamos para pasar lista, corríamos para todo, eran el complemento de las cuatro diarias y obligatorias que, programadas, formaban parte común del calentamiento y el aflojamiento de los músculos, cuando menos tres eran siempre después de los alimentos, esto para que nuestros estómagos se acostumbraran al zangoloteo y soportaran el mareo. La carrera se complementaba con "lagartijas", abdominales, sentadillas y saltos en escuadra, estos ejercicios además de formar parte de los programas clásicos de adiestramiento también se aplicaban como castigo, indiscriminadamente, en dosis de veinticinco o de cincuenta, según como estuviera de humor el jefe y hasta porque volaba la mosca, aunque en realidad, fundamentalmente era porque al Ingles le parecía siempre que todo lo que hacíamos estaba mal o peor hecho de lo que a él le parecía perfecto. Así que era normal escuchar: -¡Caíste mal san guey! ¡Veinticinco!!-, en ese momento tú elegías la forma de pago y hacías prontamente la dosis correspondiente, reincorporándote de inmediato a la fila.

Desde el primer momento empezamos a practicar y repetir rutinariamente, y hasta el aburrimiento, la caída en los fosos hechos ex profeso para este fin, primero a ras del suelo y después brincando desde plataformas situadas a diferentes alturas, para rodar de forma extraña y no muy natural al caer en el piso de tierra. Al dar con nuestros cuerpos los primeros costalazos en el suelo solo se escuchaban los pujidos que soltábamos al impacto, poco a poco empezamos controlar nuestros torpes cuerpos hasta conseguir hacerlo muy suavemente sin importar la altura; nos empezamos a familiarizar con la colocación y la salida del avión practicando en el fuselaje simulado, repitiendo cada posición hasta el cansancio todos los días. Todo se hacía con el fin de que mecanizáramos todos los movimientos que se nos enseñaban, para lograr que se hicieran en un acto casi reflejo.

Nuestra antigüedad, se había conformado inicialmente de setenta elementos, pero al paso de los días y conforme el entrenamiento subía de tono se empezaron a notar los huecos, las deserciones del personal que no aguantaba el ritmo impuesto en el rudo entrenamiento se hacían constantes. Cualquier día despertabas y la cama de junto ya estaba vacía, simplemente porque el vecino había aprovechado la noche para largarse y desaparecer sin hacer ruido, evadiéndose rápidamente y no regresar jamás. Te dabas cuenta al levantarte que la cama ni siquiera había sido ocupada la noche anterior, nadie hacia preguntas cuando las filas se acortaban y durante las listas de los tres días siguientes, el nombre que se escuchaba no tenía respuesta, finalmente al tercer día, después de la última lista, el sargento de día de la compañía levantaba el acta de deserción. Todo se había consumido, ojo, no consumado, el pobre tipo se había consumido al no aguantar.

En otra de las instalaciones se encontraban unas plataformas que tenían suspendidos del techo una serie de aros con unos cables colgantes, ahí conocimos y se nos colocó por primera vez el arnés, gracias a el quedábamos suspendidos de uno de esos aros, tan solo para aprender a checar la apertura del paracaídas y controlar después los posibles incidentes que se presentaran durante la misma o en el transcurso del descenso, ahí se nos enseñó que hacer si se cruzaba una línea sobre la copa, o a desenredarnos si salíamos girando, ahí también se nos preparó para una eventual caída entre cables, árboles, agua o cualquier otro tipo de terreno difícil; poco a poco, los secretos del paracaidismo se nos iban entregando uno a uno.
Llegábamos al comedor y consumíamos todo lo que nos daban, se nos olvidó que la carne estaba dura o que en ocasiones le faltaba sal, de lo único que podíamos pedir una segunda ración era de arroz y de frijoles y definitivamente no desperdiciábamos la oportunidad de hacerlo. Los sábados que salíamos francos a medio día, ni en la casa de la novia nos aguantaban, salíamos a comer como si no hubiera otra razón para vivir.

Pero aun nos esperaba lo mejor: la Torre, esta es una construcción bien hecha de aproximadamente cuatro pisos de altura, desde ahí, al saltar nos deslizábamos por medio de una garrucha al piso, lo que nos aproximaba bastante a la sensación de un salto real, en esa torre tuvimos nuestro primer contacto con el miedo, ese "algo" indefinible, pero fácilmente reconocible que teníamos que aprender a controlar.

- ¡Estas saliendo como mierda!

Me encontraba otra vez, casi en la puerta de salida de la torre, ya con los tirantes enganchados, había hecho bastantes intentos durante varios días, pero el miedo me hacia salir de la peor forma imaginable, con esto lo único que había logrado era tener los nudillos deshechos y pelados por el roce causado al intentar detenerme de los tirantes de fibra del arnés, los cuales actuaban como esmeriles, puliéndomelos. No lograba vencer el miedo que el instinto de conservación aceleraba.

- ¡El miedo te esta dando en la madre y a mi, me estas haciendo encabronar!

La mayoría de mis compañeros ya salían casi bien y yo aun no podía controlar mi cuerpo.

- ¡Quítate el casco!

Rápidamente desabroché la barbillera y el barboquejo, cumplí la orden y volví a tomar la posición de firmes frente al Ingles. Sin que yo lo esperara, recibí la primera bofetada en el rostro.

- ¡Miéntamela!
- ¡No puedo mi Sargento!

Sin esperar más, me azotó otra igual en la otra mejilla y volvió a gritarme:

- ¡Miéntamela cabrón!
- ¡No puedo mi sargento!

El tipo estaba realmente endiablado y con el rostro congestionado. El proceso se repitió tres o cuatro veces más y a cada fregadazo mi cabeza campaneaba. Le veía brillar los ojos furiosos. Yo sentía arder la cara, no sabía si de vergüenza o de dolor, ya que no nos encontrábamos solos, todo lo presenciaban dos compañeros más que se encontraban ahí, contemplando todo silenciosamente.

- ¡Miéntamela pedazo de pendejo!
- ¡Chingue a su madre!......¡Mi Sargento!
- ¡Ponte el casco!

Me sentía humillado, furioso.

- ¡A la Puerta!

Boté el candado y me coloqué en el marco.

- ¡Fuera!

Salí y casi en el mismo instante escuché el grito de uno de los monitores, que desde abajo exclamaba:

- ¡Buena salida!!

¡Al fin lo había logrado!

Lo más extraño era que en lugar de estar molesto con ese maldito sargento, después de haber visto lo que había logrado, casi le daba las gracias.

Pero también sucedió algo extraño. En lugar de tener que desengancharme y caer los dos o tres metros que me separaban del piso al llegar al extremo, quede de pie sobre el montículo del final. Todos corrían al poste instalado al lado de la torre. Se había reventado el cable de suspensión y éste no había caído porque tenía un cable adjunto de freno, pero se había inclinado un poco hacia el frente cuando yo había llegado al limite de los tirantes en el rebote de la salida.

No terminarían ahí mis vicisitudes. Un día por la mañana al llegar a la pista después de la carrera, empezamos a hacer los ejercicios de calentamiento, cuando estábamos realizando unas flexiones de piernas con las manos apoyadas en el piso, una de mis rodillas tronó, el sentir que la pierna se me enfriara y se trabara hizo que me volteara y cayera sentado. Me quede viendo tranquilamente pasmado como a través del pantalón se notaban los dos huesos salidos de su lugar. De forma casi inconsciente me di un fuerte golpe con la palma de la mano en uno de ellos y volvieron a colocarse en su lugar, pero a partir de ese momento sentí como el dolor crecía intensamente, como pude, a duras penas me puse de pie. El sargento me observaba silencioso, pues todos los demás ya estaban de pie antes de que yo lo lograra, sin preguntarme nada solo le indico a uno de mis compañeros que me llevara a la enfermería. Subimos poco a poco por la vereda, apenas podía caminar por el dolor que sentía, el Benjas me servía de soporte, me arrastraba casi abrazándome y yo apoyado en sus hombros, caminaba cojeando hasta que conseguimos llegar. El oficial enfermero me ordenó que me quitara el pantalón, al hacerlo vi que la rodilla estaba exageradamente inflamada lo cual me impedía que la pudiera flexionar, el teniente coronel medico al observarla, solo comentó que se había derramado el liquido cenobial, saco unos calmantes y me los dio, extendió un papel, escribió algo, lo firmó y me lo entregó, en el se indicaba que a partir de ese momento quedaba incapacitado para hacer ejercicio físico hasta nueva orden y me mandó a descansar. Me quede sentado sobre la mesa con el pantalón abajo todavía, me incliné tomándome la cabeza con ambas manos. Ese maldito papel indicaba que por el momento quedaba fuera de Básico. No pude evitarlo, lagrimas de dolor y de coraje me corrían por las mejillas. Como pude me levanté, me ajuste el pantalón y salí de la enfermería, penosamente baje hasta mi barraca. Estaba vacía, silenciosa, miles de pensamientos cruzaban por mi mente cuando me tendí en la cama, después de extenderle el papel al sargento de día.

Fueron pasando los días, y yo después de la lista, cada mañana me presentaba en la enfermería con la esperanza de que me dieran de alta. Temprano veía salir corriendo a mis compañeros y les envidiaba. Estaba tan inútil que ni siquiera era considerado para cooperar en los servicios interiores. Pasaron casi dos semanas, y yo, un día, sin la aprobación médica, decidí que debía incorporarme a mi antigüedad. El sargento esa mañana cuando me vio entre la fila solo preguntó si ya estaba bien y lógicamente conteste que si, pero cuando empezamos a correr, era mucho muy notoria mi cojera, salí de filas y casi arrastrando la pierna seguí tras el grupo, el Ingles solo volteaba y me veía, en algunos momentos gritaba:

¡No te cuelgues tanto!

Y ahí seguía yo tras ellos, en algún momento, volteó y me dijo que me dirigiera directamente a la pista de entrenamiento, pero no, no era así como yo lo pensaba, seguí tras mis compañeros.
Cuando llegamos a la pista, había ejercicios que no podía ejecutar completamente, él me contemplaba y solo movía la cabeza negativamente, pero no decía nada. Yo sabía perfectamente que aun no estaba bien, pero tampoco podía excluirme, aunque también sabía que bastaba una sola orden suya y no podría ya hacer nada, sin embargo trabajaba con todas mis ganas. A partir de ese día hubo algo que agradecerle: me soportaba, yo solo hacia el gran esfuerzo de hacer todo de la mejor manera posible. Los días transcurrían rápidamente y yo sabía que cada vez nos acercábamos más al primer salto, esa era mi mayor preocupación, la rodilla poco a poco se desinflamaba y aun manteniéndola vendada, me permitía mayor libertad de movimientos, hasta que un día logré mantener el mismo paso de la antigüedad en la carrera. Ya no salí de las filas.

Esas noches durante toda la etapa de entrenamiento, eran noches muy difíciles, el hombre cuando se metía en su cama dejaba de serlo, para convertirse nuevamente en el niño desamparado, algunos sin pensarlo corrían, huían y se iban, desertaban, otros lloraban quedamente, sufriendo por el martirio físico que representaba un trabajo fatigoso de muchas horas de trabajo. La almohada se convertía en el confidente más seguro, la que escuchaba todo y no reprochaba nada, abrazándola se le rogaba a Dios, se le imploraba a la Virgen, para que dieran fuerzas y ayudaran a tener la resistencia y el valor para seguir adelante. Aunque la ayuda más solicitada era a la madre, a esa madre que cerca o lejos, que viva o muerta siempre había dado su comprensión, sin reclamos y sin rechazos. Más de una noche, ese era el refugio silencioso mas solicitado.

En una de las fases finales de la preparación, se nos arrastró para simular los posibles jalones del viento al caer en tierra y poder evitar un accidente fatal haciendo uso de los candados auxiliares colocados en los hombros del arnés, aprendiendo también a levantarnos prontamente para ganarle la carrera a la copa de nylon y desinflarla antes que ésta nos remolcara y quizá hasta nos matara. Cuando me tocó el turno, algunos compañeros se acercaron en la carrera a mis costados, esperando ayudarme si era necesario. Me Levanté. Mi rodilla había respondido bien. Estaba listo para lo que siguiera.

Finalmente entramos a la Sala de Doblado, en ese santuario tuvimos nuestro primer contacto con los hilos y la seda, aprendimos a doblar y empacar un paracaídas con todo el cuidado y respeto que merece, en este ultimo punto de enseñanza, se indica que cada uno de los aspirantes debe preparar el material con el que realizará su primer salto, este es el examen final del curso y para aprobarlo, los treinta hilos y los delgados gajos de tela de nylon deben ser cuidadosamente doblados y colocados en el interior de la bolsa de lona que los contendrán hasta su apertura.

Estábamos a punto de terminar el adiestramiento después de tres meses y la diferencia existente entre el soldado que había iniciado el curso de paracaidista y el que estaba a punto de saltar era muy notoria. Era evidente que el entrenamiento nos había cambiado completamente, hasta formarnos y desarrollarnos física y mentalmente, agudizando todos nuestros sentidos. Nuestros cuerpos se habían adelgazado y compactado a tal punto, que no contenían un solo gramo de grasa inútil, los músculos se marcaban ostensiblemente a través de la piel, oscurecida por el sol y endurecida por el frío, el agua y la tierra, pues todo este tiempo habíamos estado trabajando con el torso descubierto, aguantando y sufriendo siempre las inclemencias del tiempo a cuero pelón. Habíamos aprendido a caminar exagerada y orgullosamente erguidos y viendo siempre al frente. Ante la insistencia y presión inmisericorde ejercida por el Ingles se había logrado que nuestra mente reaccionara de inmediato a toda acción requerida, con movimientos casi felinos y nuestros ojos mostraban el brillo y una chispa de alerta constante, apenas encubiertos por el casco de acero, que por cierto ya casi formaba parte de nuestra anatomía después de ese uso diario e ininterrumpido, pues solo nos lo quitábamos para comer, dormir y bañarnos. Así que para nosotros el momento de llegar al avión era de algún modo la liberación y el escape de la tortura disciplinaria a la que estábamos sometidos, aunque eso si, contando ya con una excelentísima condición física y una fortaleza mental sin limites.

Pero probablemente lo mas importante, era que conjugado con los rígidos lineamientos militares, se nos había formado como entes independientes a los que se había enseñado a pensar por si mismos y tomar decisiones rápidas y concluyentes en cualquier situación que se presentara, aun sobre la rígida disciplina existente, porque el saltar así lo requería, se nos había hecho saber de muchas formas distintas que en ese momento, en el momento del salto, no habría quien nos ayudara, corrigiera o supervisara si cometíamos algún error, se nos dejaba caer una gran verdad en las palabras que constantemente repetía el instructor: -Saliendo del avión, solo Dios y tu-. Pero también se nos había enseñado a actuar como equipo, como grupo, como unidad, ahora sabíamos ayudarnos, apoyarnos y cuidarnos siempre unos a otros. Yo lo sabía mejor que nadie, Para que nuestra seguridad existiera, antes y después del salto o en cualquier otro momento, dependíamos totalmente unos de otros, de nadie más, pues casi siempre tendríamos que actuar solos, principalmente después de un salto, así aprendimos a comprender que nuestra Unidad era única.

Cuando llegó el día en que al fin se nos dejó calzar las tan envidiadas y anheladas botas de salto, y nos aprestamos para trepar por la escalerilla del avión, solo quedábamos treinta y ocho elementos preparados y listos para saltar. Desde los inicios de la unidad había sucedido que en cada antigüedad se presentaba una situación similar en cuanto a las deserciones de personal cuando entraban en Básico. Los detalles como este habían creado la imagen hacia los Altos Mandos, de que el Batallón de Paracaidistas estaba formado solo por los mejores hombres, aunque quizá la realidad era que cuando menos éramos los más aguantadores. Pero probablemente la verdadera realidad era que solo quedábamos los más masoquistas en ese Batallón.