miércoles, julio 19, 2006

EL SALTO

Nos encontrábamos a bordo de un avión de la Fuerza Aérea Mexicana, en la Base Aérea Militar Número Uno, ubicada sobre una gran planicie rodeada de montañas, en una de las partes más céntricas del país y estábamos a punto de despegar.

Ese día, la mañana había clareado opacada por una neblina grisácea, gruesa, espesa y ligeramente lluviosa, así que habíamos tenido que sufrir la tediosa espera a bordo de los camiones que nos habían transportado desde el Campo Militar, esperando pacientemente a que levantara, mientras, nos arrebujábamos unos junto a otros en el intento inútil de no sentir el frió que se colaba por entre las lonas que hacían las veces de techado, hasta que finalmente recibimos la orden de bajar y prepararnos para el salto. Empezamos a saltar entumecidos y desordenados, jalando las grandes bolsas que cada uno llevaba y que hasta ese momento se habían conservado bajo los asientos metálicos. La algarabía y los gritos de todos se apagaron cuando formamos en dos filas con los espacios muy abiertos. Al iniciar las indicaciones para el grupo de salto, nerviosamente cada uno empezó a sacar el material de la bolsa de lona que había colocado frente a si. Sin poder controlar el ligero temblor que me embargaba y el cual bien podía yo decir que era por el frío, de forma casi mecánica, me eche a la espalda el gran paquete, me encorve un poco hacía el frente apoyado en las piernas abiertas y empecé a pasar entre las extremidades los tirantes del arnés, sintiendo de inmediato el peso del paracaídas mi espalda, en silencio ajusté cada uno, cerrando y uniendo los cuatro en la caja que me quedaba en el pecho, sobre la bolsa que había doblado previamente y la cual ahora me serviría de protector. Me enderece en un intento de reacomodo y volví a inclinarme para levantar el pequeño empaque que contenía el paracaídas de reserva para colgarlo de las dos anilletas que sobresalían de los tirantes del pecho, uno de los ayudantes del maestro de salto se acercó a mi para auxiliarme y ajustar el ancho cinturón de lona que ahora sostenía unidos los dos empaques a mi cuerpo, puso un pie en mi costado y tiró para que no quedara nada flojo, cinchó la hebilla y listo. Cuando terminó, me sentía como debe sentirse la mujer cuando vanidosamente se encuentra envarillada en medio de un corsé que le aprieta desde los hombros, le oprime el pecho y la espalda y le levanta las ingles. El grupo completo ahora estaba listo para abordar en uno de los aviones, desde el cual seríamos lanzados esta primera vez.

Momentos antes, mientras aun estábamos en los camiones, habíamos intentado entretenernos en el juego inútil que se da para no sentir la lenta pesadez del paso del tiempo, haciendo el intento de contemplar las pistas y ver un poco más allá, pero entre la bruma solo se medio distinguian las sombras fantasmales de las maquinas voladoras estacionadas linealmente casi frente a nosotros. Cada uno, sin comentarlo, trataba de disimular el hecho de que tenía los nervios de punta, parloteando estupideces y medio moviéndonos en una tentativa inútil para justificar el notorio temblor que nos recorría el cuerpo. Solo llevábamos puesto el uniforme de diario y sobrepuesta la chamarra de salto. Las prendas que componían el uniforme, eran definitivamente delgadas para el frío clima que se presenta en los terrenos de la Base en esa época del año, algunos de los compañeros se habían colocado previsoramente alrededor del cuello una bufanda, aunque la mayoría solo traíamos el pañuelo o la mascada que nos había entregado la novia y que hacía las veces de gazné, el cual también para muchos de nosotros en ese momento tomaba el papel de un amuleto de la buena suerte.

Desde que llegamos y durante todo el tiempo en que habíamos estado sin saber que esperar en el momento siguiente, solo se nos había permitido bajar de los camiones para buscar desesperadamente y a cada momento, la orilla de las pistas, ahí, en una fila que era constantemente renovada, nos parábamos unos junto a otros para orinar. Al conjuntarse el efecto del frío con el efecto del miedo en nuestro cuerpo en una lógica gran reacción química, nuestra fisiología respondía, propiciando un gran exceso de producción, lo que nos había estado obligando a desechar con bastante continuidad el irreverente contenido de la vejiga. Y mientras tanto entre la tropa que quedaba montada en los camiones, y para no perder la sagrada costumbre del ”borrego” cuartelero, se empezó a correr el rumor de que probablemente nos regresaran al cuartel sin saltar, sí la niebla no levantaba en muchas horas. Pero la niebla empezó a disiparse, apareciendo los primeros rayos de sol que por un lado nos daban la impresión de que medio nos calentaban y por el otro nos levantaban el ánimo.
Después de revisarnos y ayudarnos unos a otros, la fila se empezó a mover, tomando rumbo hacia uno de los aviones para abordarlo. Al acercarnos al despatarrado pájaro gris que se encontraba asentado con su cola casi al piso y sus grandes alas extendidas, ya no parecía tan grande como al principio nos dio la impresión. éste era un bimotor Douglas C-47 con capacidad para veinte paracaidistas, hermano gemelo de aquellos que habían volado sobre Europa durante la Segunda Gran Guerra. El Mayor Pa que iba a ser nuestro maestro de salto nos comentaba sonriente que el trasto no debía de ser tan viejo pues apenas tendría unos veinticinco o treinta años volando en servicio, y que él había saltado de uno de ellos para graduarse.

Después de que tomamos nuestras posiciones en los duros asientos, el avión se empezó a mover lenta y pesadamente, carreteando por una de las pistas laterales, hasta llegar a colocarse y tomar su posición de despegue en la cabecera de la pista principal de la Base, ahí se detuvo nuevamente y el piloto inicio gradualmente la aceleración de los motores, conforme esto iba sucediendo, sentíamos como temblaba el interior del fuselaje, ayudándonos a enmascarar también así el temblor nervioso que en algunos de nosotros era demasiado abierto y el cual no podíamos controlar en nuestros cuerpos, mientras, se hacía un silencio expectante entre los futuros paracaidistas. Ese largo instante de espera nos sirvió a todos los que ocupábamos el interior de la cabina, para ser aprovechado principalmente por los que nos encontrábamos sentados con el paracaídas a la espalda. Como si hubiéramos respondido a una orden, casi al mismo tiempo todos inclinamos humildemente la cabeza y, religiosamente nos persignamos, encomendándonos a Dios con una breve oración musitada en silencio, era evidente que el temor a lo que venía nos había vuelto otra vez creyentes. En tanto, la potenciación de los dos motores llegaba al máximo y el armatoste temblaba con más fuerza, pareciendo como si en el esfuerzo que hacía se fuera a desarmar. Después, lentamente se empezó a desplazar ya en línea recta, se sentía la vibración que provocaba el deslizamiento de las ruedas sobre el pavimento no tan parejo de la pista de despegue. La velocidad de la carrera aumentaba rápida y gradualmente, y la presión que ésta ejercía en nuestros cuerpos nos empujaba hacia atrás, haciendo que intentáramos mantener la verticalidad a toda costa, por lo que tratábamos de apoyarnos y sostenernos con la mano que nos quedaba libre, en el asiento. De pronto, este efecto y la vibración del piso se perdieron cuando las ruedas finalmente abandonaron el suelo. El avión había despegado, ahora solo quedaba el ronroneo acompasado y monótono de las maquinas haciéndonos compañía, en tanto que la seguridad de la tierra firme se alejaba poco a poco de nuestros pies.

Además de la tripulación normal, la maquina transportaba al grupo de salto formado por dieciocho aspirantes y dos oficiales paracaidistas ya veteranos, nos acompañaban el maestro de salto y un ayudante, que sería en quienes recaería finalmente toda la responsabilidad del lanzamiento.

El avión después de tomar altura haciendo un ángulo pronunciado al dirigir su proa al cielo, giró hacia la izquierda para iniciar un gran círculo y rodear totalmente el terreno de la Base Aérea. El lanzamiento se realizaría en los extensos terrenos llanos que se encuentran en la parte de atrás de la misma; en tanto, en el interior solo se oían los gritos del maestro de salto que daba las indicaciones de último minuto, además de alentar y animar al grupo que iba a saltar, esforzándose para que su voz fuera escuchada sobre el intenso ruido de los motores, el cual se intensificaba más ayudado por la puerta abierta.

El interior de la cabina apenas era iluminado por la luz que se filtraba tenuemente por las pequeñas ventanillas amarillentas, sucias y manchadas y por el hoyo amenazador que había dejado la puerta que previamente había sido desmontada, espacio que por cierto no es tan amplio como parece desde el exterior, produciendo un efecto más impactante entre los ocupantes del avión. La preocupación y el miedo marcados en los rostros de los que iban a saltar, se intensificaba con esos claroscuros.

A los costados del interior del fuselaje corrían dos bancas paralelas de madera con ligeras concavidades que simulaban la anatomía del asiento, en las paredes se encontraban empotradas otras dos tiras del mismo material que hacían las veces de respaldo, a los flancos, saliendo por atrás de los asientos colgaban descuidadamente al frente los cinturones de seguridad, los cuales en este caso eran totalmente inútiles, pues nunca serían usados por un paracaidista listo para saltar. En el marco donde debía ir colocada la puerta, a las orillas que habían quedado, se les había cubierto casi en su totalidad con lona y cinta adhesiva para evitar los filos o las áreas cortantes que como cuchillas habían quedado en la lámina, para evitar que pudieran provocar un accidente. Yo ocupaba el lugar número dieciocho en el grupo de salto, frente a mi se encontraban sentados los aspirantes numerados como nones. Los últimos dos puestos, el diecinueve y el veinte eran ocupados por los dos tenientes; estos oficiales habían llegado a la Unidad hacía algunos años como tropa, igual que nosotros, ahora además de las dos barras metálicas que lucían sobre los hombros como símbolo de su rango, llevaban en la parte superior de las alas plateadas que ostentaban en el pecho, montada una estrella orlada de laureles que indicaba su veteranía como paracaidistas; ambos durante el vuelo y a pesar de que sus rostros pétreos no reflejaban ninguna emoción, cruzaban algunas palabras, pero esto más una platica era un dialogo de monosílabos, por las frases tan cortas que usaban para comunicarse; el que iba sentado junto a mi volteo ligeramente me vio fríamente y me hizo algunas preguntas sobre como me sentía, respondiendo con algunas palabras de aliento, creo que notaba el impacto del miedo y los nervios que debía llevar claramente impresos en el rostro, pues no esta por demás decir que aparte de que ese día iba a hacer mi primer salto en paracaídas, este también era mi primer vuelo en avión, al igual que el de todos mis compañeros, por lo que todas nuestras caras reflejaban algo, ese "algo" que es lisa y llanamente el miedo a sentir miedo, miedo a lo que en un momento dado nos esperaba, miedo a lo desconocido, miedo a que el paracaídas no se abriera, miedo a quedarse clavado en la puerta, miedo a la caída, miedo a todo, probablemente la mejor manera de definirlo, sería decir que eso que estábamos experimentando era el miedo a no controlar el miedo.

El maestro de salto, como todo buen guía de turistas y que además llevaba a su grupo de muchachitos de viaje a lo desconocido, nos indicaba que en ese momento volábamos ya sobre las pirámides, pudiendo observarlas por el costado izquierdo del avión, los que iban de ese lado haciendo un gran esfuerzo, por todo lo que llevaban entre pecho y espalda, volteaban para intentar medio verlas mejor a través de las pequeñas ventanillas, los que íbamos enfrente, nos quedamos con las ganas de apreciarlas, pues no veíamos nada, por más que nos estirábamos, porque no podíamos levantarnos de nuestros asientos, salvo los que iban sentados frente a la puerta abierta, que desde el principio habían apreciado todo, desde el despegue.

Habíamos continuado en el gran giro del vuelo escuchando solo el ronroneo parejo y monótono de los motores. Nos encontrábamos volando a mil quinientos pies de altura o sea como cuatrocientos metros. En algún momento sentimos como el avión se estabilizaba, y se desplazaba hasta tomar una línea recta paralela a las pistas de aterrizaje que quedaban ahora colocadas a nuestra izquierda, preparándose y enfilándose ya para entrar y situarse sobre la zona en que se realizaría el lanzamiento.

En el interior, bajo el techo y suspendido entre dos mamparas, de extremo a extremo del avión, corría un cable de acero, denominado cable ancla; cuando nos aproximábamos a la zona, el maestro de salto se acercó a la puerta, tomó el cable con ambas manos y se asomó sacando casi medio cuerpo fuera, tratando de localizar las guías colocadas por el personal de tierra. Por cierto que ni el ni su ayudante llevaban puestos los paracaídas de salto libre a pesar de la orden tajante que existía en contra, ésta había sido impuesta previendo que pudieran salirse sin avisar, ellos o quien fuera que cumpliera esta función; pero por la confianza con que se movían, sin los bultos estorbosos colocados en la espalda, parecía que la orden no había sido girada para ellos, los dos grandes paquetes se veían arrinconados en uno de los extremos del interior. Después de unos minutos de permanecer colgado, metió el cuerpo, dio unos pasos hacía atrás y se colocó dando la espalda a la cola del avión, quedando nuevamente frente a nosotros. A pesar de la media oscuridad reinante en el interior, a el se le distinguía perfectamente iluminado por la luz que se colaba diagonalmente a través de la puerta abierta dándole un aspecto profundamente teatral. Estaba parado, erguido, bien plantado sobre las piernas semiabiertas y las botas de salto firmemente apoyadas sobre el piso, manteniendo la verticalidad, sujetándose con la mano izquierda del mismo cable del cual colgaba hacía solo unos instantes y con los ojos aun lagrimeantes por el golpe de viento que recibió cuando se asomaba.

En la parte alta de la división metálica que hacía las funciones de pared con la cabina del piloto, una pequeña luz roja empezó a parpadear, al mismo tiempo se escuchó sorpresivamente el sonido de un timbre que nos hizo brincar y que ayudo todavía mas a incrementar el nerviosismo reinante entre la tropa. La tensión en el grupo de salto seguía subiendo de nivel. Ahora todas las miradas del grupo que ocupaba los asientos estaban concentradas y atentas en el hombre que se encontraba de pie frente a ellos. Este después de un silencio expectante gritó de pronto la tan esperada primera orden para el salto, alterándonos e inquietándonos aun más, pero alertándonos completamente:

- ¡Atención!

Al mismo tiempo que ordenaba y sin descuidar su posición inicial, extendía rápida y rígidamente el brazo derecho al frente quedando al nivel de su hombro y dirigiendo la palma de la mano hacia abajo, paralela al piso.

Los que íbamos sentados, nos removimos inquietos sobre las bancas, intentando reacomodar los pies. Se sentía como se tensaba la espalda y el cuello cuando todos los músculos del cuerpo se endurecían, alertándose y preparándose para lo que seguía. Casi inconscientemente habíamos dirigido la mano libre al borde del asiento, preparándonos para el siguiente paso.
Transcurrieron unos instantes, el hombre al frente giró la muñeca, dirigiendo ahora la palma de la mano hacia arriba y sin flexionar el codo la levantó unos cuarenta y cinco grados, soltando simultáneamente la siguiente orden:

-¡Levantarse!

En ese momento nos dimos cuenta de la dificultad que encerraba el tratar de incorporarse de unos asientos demasiado bajos y con la presión y el peso de los dos bultos que contenían el paracaídas de reserva en el pecho y el principal en la espalda, sujetados ambos por un ancho cinturón que nos oprimía el cuerpo, además, con la mano izquierda cada uno sostenía el candado de apertura automática, lo que nos dificultaba aun más los movimientos. Con algo de trabajo logré ponerme de pie, apoyándome con la mano derecha sobre la pared. No se si era la situación nerviosa en que me encontraba, pero alcancé a percibir un ligero bamboleo en el fuselaje cuando todos hacíamos el mismo movimiento a la vez y casi sincronizadamente tratábamos de alcanzar el cable que se encontraba sobre nuestras cabezas. Pero no había mucho tiempo para preocuparse por esas nimiedades.

-¡Enganchar!

Desde el punto en que me encontraba no alcanzaba a distinguir y a escuchar las señales del maestro de salto, solo medio percibía las ordenes entre la fila, así que terminé haciendo lo que los demás hacían. Se escuchó el sonido metálico del aluminio de los candados al chocar contra el acero del cable ancla, cuando también casi al unísono se colocaban y se cerraban los veinte artefactos. Al colocar el mío, me di cuenta que lo tironeaba con mucha fuerza, como si temiera que no hubiera cerrado bien y parecía que los otros pensaban lo mismo que yo, pues el cable se había tensado notoriamente, como si a la vez todos también intentáramos saber si nos iba a aguantar al momento de salir y quedar colgando de él.

La tensión que se sentía en el interior, subía aun más, percibiéndose, casi oliendose en el ambiente la pesadez del nerviosismo y el miedo, mientras se volvía a hacer el silencio, después del sordo barullo inicial.

-¡Revisar equipo!

Reaccioné de inmediato al escuchar, ahora si, claramente esta orden, revisé rápidamente que mi compañero de adelante no llevara la cinta estática, que colgaba unida al candado, bajo su brazo izquierdo, además de que no quedara demasiado suelta desde su enlace en la bolsa de su espalda, después de verificar esto, levanté un poco la tapilla que cubría el último amarre en mi paracaídas de reserva y verifique que los cablecillos e hilos del interior estuvieran bien colocados y anudados en el lugar correspondiente, en tanto que mis compañeros de vuelo realizaban las mismas operaciones con movimientos también demasiado rápidos, hasta que terminamos de revisarnos completamente unos a otros.

El paracaídas con que íbamos a realizar este primer salto lo habíamos doblado y empacado nosotros mismos, como parte del curso y de pronto me asaltó el mal pensamiento de que ojala y trajera en la espalda uno que hubiera doblado algún otro de mis compañeros, aunque no sabía tampoco con que confianza lo aceptaría.

-¡Novedades!

La voz del teniente que ocupaba el último puesto en el grupo se dejó oír, respondiendo prontamente desde atrás a la nueva orden e iniciando la cadena de respuestas, que confirmaban que los participantes están prestos:

-¡Veinte bien!
-¡Diecinueve bien!
-¡Dieciocho bien!

Sentí que mi voz al responder había sonado totalmente impersonal, alejada, como si no fuera mía, como si no hubiera sido yo quien contestara en la cadena.

El conteo descendente de los compañeros que me precedían continúo rápidamente, hasta que finalmente se escuchó al hombre que estaba a la cabeza del grupo, junto a la puerta:

-¡Uno bien!

El maestro de salto se acercó nuevamente a la puerta, asomándose para ubicar la señal de entrada de lanzamiento en la zona de salto, casi al mismo tiempo se volvió a escuchar el sonido de la chicharra que nos hizo brincar otra vez. El ayudante que en ese momento le detenía por el cinturón, al escucharla le dio un tirón como aviso, provocando que se hiciera hacia atrás prontamente, alejándose un paso de la puerta, y tomando nuevamente su posición casi al centro para gritar la penúltima orden:

-¡A la puerta!

En ese momento pareció que se agudizaban aun más los sentidos y alcance a oír con mucha claridad, entre ese silencio envuelto por el ruido de los motores, el sonido del primer candado de aluminio que chocaba contra la ultima mampara del esqueleto del avión, después de que había sido lanzado, deslizandose sobre el cable ancla, simultáneamente se escuchaban los dos golpes secos y acompasados de las botas con suela de hule sobre el piso metálico de la nave, cuando el primer hombre se desplazaba para colocarse en su nueva ubicación. Incliné un poco la cabeza hacia la derecha y al fondo distinguí al líder del grupo que, opacando un poco la entrada de la luz al interior, ya estaba en la posición de salida: con ambas manos colocadas a cada uno de los costados de la puerta, apoyándose con todos los dedos por fuera, tenía un pie ligeramente fuera también, el otro colocado un poco atrás, con las rodillas ligeramente flexionadas como si fuera a sentarse, se apreciaban los brazos tensos y estirados, el perfil de la cabeza erguida y con la mirada perdida al frente, dirigida hacia un punto indefinido en el infinito, como si temiera ver hacia abajo, hacia el suelo que le esperaba pacientemente después de dar un pequeño paso. Esa era la posición que nos habían enseñado y que cada día habíamos practicado hasta la saciedad. El futuro paracaidista se encontraba ya, justo en la tan esperada y temida posición para impulsarse y saltar. Mientras le observaba desde mi lejano puesto, sentía en el pecho como los latidos del corazón se aceleraban de forma desusual e incontrolable.

El nerviosismo a bordo del avión era increíble. Se sentía como la pesadez del ambiente envolvía a cada uno de los integrantes del grupo de salto, era casi palpable el malestar provocado por el miedo hostigado por el instinto de conservación de los que se enfrentaban a lo desconocido, pero también se sentía la necesidad inquebrantable e incontrolable de salir y terminar con eso que parecía un suplicio.

Se hacía notorio que todos estábamos más alerta. La uniformidad de la posición de los cuerpos colocados uno tras de otro era limitada solamente por el espacio existente entre los paracaídas. Después de que se colocó el primero en la puerta, los de atrás empujamos un poco, como intentando reacomodarnos, aunque también era como el deseo no expresado de ser el primero en saltar y no el último en salir. Estábamos listos.

Todavía transcurrieron unos interminables y largos segundos de espera, hasta que la chicharra volvió a sonar y para que la última orden finalmente fuera dada:

-¡Fuera!

Entre las cabezas que, junto con la mía, curiosas se ladeaban un poco, Alcance a ver claramente como el primero que iba a salir, se hizo ligeramente hacia atrás, tensó más aun los brazos, se impulsó, el pie que estaba atrás dio el paso para adelantarse y brincó. Desapareció al tragárselo el vacío y solo se escuchó el sonido de la succión del cuerpo cuando el viento hizo su efecto al cruzar el hombre la puerta.

En segundos que parecían eternos, uno por uno, los que iban tras de él, delante de mi, llegaban prontamente, se colocaban en la puerta, y salían del avión, después de que recibían el golpe en la pierna, otorgado por el maestro de salto. Oía la continuidad de los golpes de los candados arriba y de las botas abajo, así como el impactante sonido de las succiones provocadas por el viento, mientras la fila avanzaba rápidamente, acortándose.

Este primer salto que realizábamos era de toque, lo que quiere decir que en el momento en que cada uno de nosotros se colocaba en la puerta, el maestro de salto nos daba una palmada en la pantorrilla y al mismo tiempo daba la orden de ¡Fuera!, sirviendo todo esto como señal de salida. En los saltos de grupo, como se ven en cine, solo el primer hombre recibe la orden, ya sin el toque y los demás salen inmediatamente tras de él, ya sin esperar otra señal, este es denominado salto en masa, así saltaríamos nosotros a partir del segundo brinco. Este es un salto ya muy acelerado, pues salen dos hombres por cada segundo y medio.

Me fui aproximando rápidamente a la puerta, en un avance que aun así me parecía lento, arrastrando los pies sobre el piso metálico, conforme iban desapareciendo mis compañeros uno tras de otro, tragados por el espacio. Llegué a la orilla casi como autómata, sintiendo la adrenalina elevada a su máximo nivel, con el corazón bombeando apresurado, por los latidos aceleradísimos. Lancé y solté al mismo tiempo el candado y de manera totalmente mecánica tomé posición en la puerta, no terminaba aun de colocarme en ella cuando apenas sentí el golpe en la pierna izquierda que me dio el maestro de salto, pero no alcancé a escuchar la orden de salida. Instintivamente me impulsé y salí. Sentí el golpe del viento golpeando mi cuerpo.

Extrañamente al abandonar el avión, recuperaba un poco la calma, simultáneamente todos los sonidos se perdieron en el espacio, creándose un silencio extraño. Al abandonar el fuselaje estiré las piernas, juntando las rodillas y los tobillos, flexioné la cintura formando un ángulo de noventa grados, pegué los codos al cuerpo y casi abracé el paracaídas de reserva empacado sobre mi pecho, con la mano derecha tomé el maneral de apertura del mismo, apretándolo, empuñándolo casi con desesperación y flexioné el cuello apoyando mi barbilla al pecho, simultaneamente inicié el conteo de protección, la fuerza del viento en la salida, había girado mi cuerpo colocándome de espaldas al avión.

-¡Un ciento!
-¡Dos cientos!
-¡Tres cientos!

Lo que sentí de pronto, fue un jalón fortísimo en los hombros que provocó que levantara las piernas, como si fuera una marioneta con la que el titiritero juega tirando de los hilos. El aire entró por entre los gajos del paracaídas llenándolos y provocando bruscamente el frenado en mi caída, volteé hacia arriba y vi el gran hongo dividido en los gajos simétricos de la copa verde gris que, maravillosamente abierta, me sostenía ya en el espacio por medio de treinta hilos, nunca pensé que sería tan hermoso contemplarla así. Alcance a ver sobre mi cabeza como se alejaba el avión con las vistosas cintas amarillas y las bolsas verdes vacías que colgaban y giraban desde la puerta, golpeando alegremente el cuerpo y la cola de la maquina;
Al retomar conciencia de mi mismo, empecé a percibir como se escuchaban lejanísimos, los gritos de felicidad de mis compañeros de descenso. En la espalda sentía el suave golpeteo de las tapas de la bolsa que, sueltas y libres, eran movidas por el viento; abajo, el suelo aun se veía lejano, a un lado contemplaba las pistas y los aviones estacionados, más allá la torre de control ubicada en el casco de la ex hacienda, todo como una gran maqueta, y a lo lejos pareciendo estar mas bajos que yo, algunos cerros parduscos. Empecé a oír las órdenes de la gente de control en tierra a través de los megáfonos y aun cuando pensaba que no se dirigían directamente a mí, trataba de cumplir al pie de la letra las ordenes que gritaban:

-¡Cierra las piernas!
-¡Júntalas!
-¡Estíralas!
-¡No habrás los pies!
-¡Prepárate para caer!

Mientras más me acercaba al piso, en el trayecto del descenso iba repasando mentalmente todo lo aprendido durante el entrenamiento, principalmente iba recordando vividamente los puntos esenciales de contacto con que mi cuerpo debía hacer tierra sin problemas. De pronto y sin esperarlo me sorprendió el contacto con el piso y lo que yo había pensado que eran árboles, resultaron ser simples arbustos. Sentí como mi cuerpo flojo hacía contacto con el suelo rápidamente con puntas, talones, nalgas, espalda y cabeza, exactamente tal y como dicen los cánones no se debe de caer. Si en ese momento hubiera estado cerca el sargento instructor solo me hubiera dicho: -¡Caíste como eso que sueltan las vacas!- -¡Cómo mierda!- Me quedé, todavía sorprendido, tendido unos instantes más en el piso, boca arriba con los brazos y las piernas extendidos y aun me di el lujo de ver como las líneas sobre mi cabeza se aflojaban, la copa perdía aire y tranquilamente se venía todo sobre mi. El contacto de la suave tela sobre mi cuerpo me hizo reaccionar, levantándome rápidamente quitándola, y corriendo hacia un lado iniciando la recogida del material. Mientras me desprendía del arnés estaba eufórico, esta había sido una experiencia increíble, como un sueño, pero demasiado corto.

Todavía realizaríamos cinco saltos más -uno cada día de la semana- la colocación dentro del avión se iría rotando, si hoy había ido en el lugar dieciocho, al día siguiente ocuparía el tres, después cada día, sería un puesto diferente en cada ocasión y también en cada salto se nos iría agregando una pieza más de equipo, hasta que el quinto día transportaríamos todo el avituallamiento de uso personal, junto con el armamento correspondiente. Finalmente cuando tocamos tierra el sábado, después del sexto salto, recibimos las Alas de Plata que nos fueron colocadas en el pecho a la altura del corazón, ahora si ya enfundados en el uniforme de salto, eso indicaba que ya éramos graduados como paracaidistas, que ya formábamos parte de la Gran Cofradía.

Quizá en esto es necesario hacer notar que hay algunas diferencias entre practicar el paracaidismo y ser paracaidista. Practicar paracaidismo es lo mismo que practicar cualquier deporte, el cual se hace por simple gusto, así que se elige el mejor momento, se buscan las mejores condiciones climatológicas, se consigue un avión cómodo, tripulado por un buen piloto y obviamente también se elige el mejor lugar para caer sin problemas, finalmente nada ni nadie le obliga a uno a nada, si no va o no salta, no existirá ningún sargento que te va a gritar, a ofender, a obligar o a decir que tuviste miedo, siempre se encontrara un buen pretexto para librar cuando la cosa no conviene, y no pasa nada, la vida puede continuar pasivamente y se puede postergar el intento para un mejor momento, o simplemente no hacerlo y listo. Convirtiéndose todo en un acto casi meramente cirquense.

Pero ser Paracaidista es otra cosa. Has cumplido con un duro entrenamiento, se te ha preparado para que tu cuerpo soporte casi todo, se te ha hecho para que seas lanzado en cualquier momento que se te requiera, con cualquier clima, sin importar si hace frío o calor, si llueve o hace viento, si es de día o de noche y en cualquier lugar, lo cual indica que el terreno bien puede ser muy llano, suave y amigable o puede estar plagado de árboles o de piedras que no harán nada suave tu caída, también hay que considerar que en muchas ocasiones, además de transportar tu paracaídas principal, tu paracaídas de reserva, tu arma, tus efectos personales y tu mochila, todavía te endosaran un poquillo más de equipo extra, hasta que llegue el momento en que saltes como un verdadero animal de carga, haciéndote hincapié en que en la mayoría de esos casos, abandonando el avión, solo contaras con el apoyo de Dios y tus compañeros.

Pero además como todo el mundo sabe de tu entrega absoluta, de tu excelente condición física, de tu casi completo control del miedo, pero fundamentalmente de tu valor, de tu alto espíritu de cuerpo, de tu enaltecido espíritu de sacrificio, de tu disciplina como militar, -aunque también se diría que saben de tu importamadrismo-, al conjugar todo esto se va a provocar que tu seas invitado especial y muchas de esas veces, el actor principal y de primera línea, en todo aquello que algunos organismos civiles o gubernamentales no puedan hacer, controlar o realizar. Cuando finalmente se vean y analicen los resultados de tu labor, si lo que hiciste fue alguna obra buena o de ayuda, nunca esperes las gracias, nunca nadie te las va a dar porque nadie tiene la obligación de dártelas, esas no existen para ti. Simplemente considera que has cumplido lisa y llanamente con tu deber como soldado y como paracaidista. Si por el contrario, y lo cual es muy normal, te ves obligado a participar en alguna acción de castigo, represión o friega, entonces espera también, y muy prontamente, que se te pidan cuentas y además acostúmbrate a ser siempre vapuleado y vituperado por todos, absolutamente por todos los que te rodean, incluso hasta por los que te llevaron a participar en esa acción. En ese momento, sin preguntarte el como y el porque, considera también que simplemente has cumplido con tu deber. Por eso eres Paracaidista.
Estoy organizando mis ideas, se más o menos lo que hare, pero aun no me satisface totalmente el asunto, aun así el fondo de todo esto será algo así como el libro que casi cualquier loco pretende escribir, pero ahora aqui no habra editor, solo gente que afortunadamente y de la manera más humana me censurara o medio dira que esta bueno, despues de que en la madrugada no tenía en que ocuparse y se puso a leerlo.

Lo quiero ver así porque no me queda otra.